Me había hecho demasiado daño, por eso decidí alejarme, no volver a verlo. Un mes después, cuando aún lamía mis heridas, lo vi venir de frente por la calle. Ya sabes, frases anodinas, las típicas cuando se quiere aparentar una calma que no tenemos, frases correctas, tópicos, hasta que él, como siempre solía hacer, sacó su artillería. Con encanto calculado e inocencia fingida me lo soltó, sin más: quizás podríamos ir a tomar algo uno de estos dias.
Por mi cabeza pasaron de golpe todas las noches que aun podrían ser, pero también todas las noches en que, teniéndonos, el se dedicó a romper el amor en pedazos con sus volantazos. Por supuesto que quería irme en ese momento con él. Al garito de la esquina o a bebernos la galaxia esa noche. El universo entero quería responder que si. Pero no lo hice. No podía recaer, no podía volver a beber en esa boca, tenía que dejar aquella copa de sentimientos sin probar. No me iría a tomar nada con él. No puedo, lo siento -le dije-. Tengo que irme. El hecho de rechazar su propuesta me hizo sentir algo indescriptible. Jamás había sido capaz de hacerlo. No le sucedió lo mismo a la ciudad. En ese instante todas las bebidas y los bares del mundo murieron de tristeza.